Las versiones contradictorias que circulan en Washington sobre la renovación de la licencia a Chevron para operar en Venezuela reflejan mucho más que una simple discrepancia administrativa. Expresan, en realidad, una pugna interna dentro de la política exterior estadounidense.
Mientras Richard Grenell, enviado especial del presidente Trump, aseguró públicamente que se alcanzó un acuerdo con Caracas para extender la licencia por 60 días, el secretario de Estado Marco Rubio insiste en que la autorización expirará este 27 de mayo, sin posibilidad de renovación.
La tensión se hizo aún más evidente con los mensajes lanzados por Rubio y otros congresistas de origen cubano, quienes han amenazado con bloquear iniciativas legislativas clave si se otorga cualquier tipo de concesión al gobierno de Nicolás Maduro.

Estas posiciones enfrentadas sobre Chevron no son nuevas, pero sí más visibles. Por un lado, el sector trumpista representado por figuras como Grenell, apuesta por una política transaccional, centrada en los intereses económicos de Estados Unidos.
Del otro lado, el núcleo duro del lobby cubanoamericano continúa apegado a una lógica de confrontación heredada de la Guerra Fría, para quienes cualquier acercamiento con Caracas representa una supuesta «traición».
Lo que se debate hoy no es solo una licencia petrolera. Es el rumbo de la relación entre Estados Unidos y Venezuela en un nuevo escenario geopolítico. La contradicción entre Rubio y Grenell, dos voceros influyentes del mismo partido, revela un desajuste en la brújula política de Washington.
Mientras, desde Venezuela se ha insistido que quien quiera el petróleo venezolano debe pagar por el, además de trabajar sobre los mecanismos y las leyes del país. Una relación que ha sido posible con Chveron en los últimos 100 años.