Cada 8 de agosto se celebra el Día Internacional del Orgasmo Femenino, una fecha dedicada a crear conciencia sobre la sexualidad femenina y el derecho de las mujeres al placer. Esta iniciativa busca desmitificar el orgasmo femenino y fomentar la educación sexual, derribando tabúes y prejuicios arraigados en torno al tema.
La celebración tiene su origen en el pequeño municipio de Esperantina, en Brasil, donde se conmemora desde hace más de 13 años. La idea surgió gracias al entonces concejal José Arimatéia Dantas Lacerda, quien, al interesarse en un estudio realizado por la Universidad Federal de Piauí, descubrió que el 28% de las mujeres de la región eran incapaces de alcanzar el orgasmo.
Para celebrar, para buscarlo, para festejarlo, para pensarlo o para frenar de pensar y dejarse llevar, el orgasmo es la más alta montaña en la caminata hacia la capacidad de disfrutar, pero también un derecho al placer que se ganó y que no tiene vuelta atrás.
En el 2006, hace casi dos décadas, el entonces concejal de Esperantina (Brasil), José Arimateia Dantas, decidió generar una ley local para promover la equidad en el placer sexual.

Se basó en que el 28% de las mujeres de la región no lograban llegar al orgasmo o tenían dificultades para lograrlo, según una encuesta entre alumnos/as de la Universidad Federal de Piauí.
El tamaño sí importa. Pero no el tamaño de los órganos sexuales, sino el tamaño de la diferencia sexual. Los hombres heterosexuales alcanzan el orgasmo un 95% de las veces que tienen sexo, mientras que las mujeres heterosexuales llegan a la plenitud sexual en el 65% de las relaciones, según publicó, en el 2018, la revista Archives of Sexual Behavior.
A esa diferencia se la etiquetó como brecha orgásmica. La diferencia entre mujeres que tienen sexo con varones y las mujeres que tienen sexo con mujeres, personas no binarias o trans también rompen las reglas.
El 86% de las mujeres lesbianas y el 66% de las mujeres bisexuales declararon que tienen orgasmos regularmente. La diferencia, probablemente, no se deba a una razón orgánica o de deseo, sino de la voluntad de los compañeros o las compañeras sexuales en complacer a la amante, esposa, novia, cita ocasional, matcheo o acompañante esporádica.

¿Qué hacen cuando hacen el amor o lo que sea que sea ese momento de cariñito?
¿Agarran la pala los que creen en el mérito pero que, muchas veces, piden más de lo que dan y no preguntan ni qué gusta o qué dan ganas y ni siquiera captan las señales sonoras, corporales y lingüísticas? ¿Se esfuerzan más en los gimnasios, frente a los espejos, levantan más pesas que líbido? ¿Se la juegan con alguien que requiere sensibilidad, cariño, conexión y cosquillas que dan algo más (o también) de risa?
Las preguntas no necesitan tener respuestas exactas. El sexo es un crucigrama al que se le pueden cambiar las palabras. Y que cambia de persona en persona y de etapa en etapa. Pero, para terminar con la brecha orgásmica, todos los jugadores deberían tener las mismas cartas.

La diferencia no es quién es mejor en la cama, sino a quienes se les dificultó gozar, pedir, explorar, buscar y no pagar consecuencias por tener sexo (ser juzgadas, violentadas, despreciadas, quedarse embarazadas, tener que abortar en la clandestinidad, ser filmadas y difundidas sin consentimiento, etc.) y a quienes se les premió por su performance sexual.
La represión se paga con un placer de baja intensidad y la apología a la masculinidad erecta se percibe con un placer de alta efectividad. Por otro lado, entre el 30 y el 75% de las mujeres han fingido orgasmos, según un relevamiento realizado por la revista Vogue, en enero del 2025.
Todo acto sexual —incluso la ficción de mostrarse satisfecha sin estarlo— no puede ser juzgado, reglamentado o puntuado. Muchas pueden fingir para que se termine un encuentro fracasado, por compasión con un compañero muy flojo en el papel de amante, para divertirse o porque así se sienten menos presionadas a rendir sexualmente.
Pero el alto porcentaje detectado muestra que, a pesar de que la última ola feminista democratizó y popularizó el goce sexual, todavía las mujeres no logran encontrar compañeros sexuales a la altura de poder pedir, practicar, cuestionar, reclamar o festejar lo que les gusta y hacerlo un hábito.
El orgasmo puede ser un respiro cotidiano, un desahogo a la rutina, una alegría entre sábanas y una forma de anochecer o amanecer con más energía para encarar una vida que acarrea sus propios sinsabores pero que también tiene en la intimidad una delicia vital.
Hubo una época en donde se esperaba que un Viagra femenino fuera un furor de la industria farmacéutica. No pasó. Pero sí la revolución feminista. No se necesitaba un medicamento, sino dejar de estar reprimidas para hablar, conocer nuevas formas, dejar de hacer lo que les imponían y leer, mirar y aprender.
Melampo fue un curandero de la mitología griega que decía que la falta de orgasmos de las mujeres vírgenes les originaba un tipo de locura y las arengaba a mantener relaciones sexuales con hombres jóvenes y fuertes. La receta puede tomarse (o no), según el gusto de cada comensal, igual que la sal.
Pero la falta de salud mental derivada de lo que se llamó histeria no era una falta femenina, sino una regulación masculina del placer que lo encerraba para que no se libere y lo reprochaba por no liberarse.

La frigidez femenina no era un problema masivo por imposibilidad de desear, por falta de lubricación, por desconexión orgánica o por envidia al pene que era el tótem sexual sin el que nada podía hacerse a su sombra (y no solo a las cincuenta sombras de Grey).
Era porque ser violadas no estaba bueno y, si no se podía denunciar, el dolor reprimido nunca iba a poder habilitar el deseo esperable. Si la violación es cuestionada, aparece la posibilidad de disfrutar porque el sinónimo de sexo no es sexo forzado, sino sexo gozado.
La brecha orgásmica es clara: solo el 39% de las jóvenes heterosexuales tienen orgasmos frecuentemente en sus relaciones en comparación con el 91% de los muchachos, según un estudio de la American Association of University Women con testimonios de 800 estudiantes universitarios en Estados Unidos.
Las mujeres tienen menos permitido el goce y pedir lo que les gusta, tener experiencias placenteras o buscarlas. Esa inhibición está condicionada por la violencia machista que genera pudores, culpas y represiones.
Está bueno salir del modo conservador para permitir el placer de las mujeres, pero, a veces, la salida mojigata ha sido canjeada por un molde que no es liberador; sino que al frivolizar excesivamente las relaciones sexuales, en vez de generar mayor desinhibición, crea nuevos tabúes.
La Directora de “Erotique Pink”, Francesca Gnecchi, festeja el día del orgasmo, pero también se niega a una cultura en donde el orgasmo se convierta en la cinta final de una maratón que no tiene sentido si no se llega a la meta.
“El orgasmocentrismo instala la idea de que, sin orgasmo, no hubo sexo completo. El problema con esta lógica es que convierte el clímax en una responsabilidad (incluso una carga), tanto para quien lo da como para quien debe recibirlo”, cuestiona.
Gnecchi profundiza: “Esto se manifiesta especialmente en el modelo sexual tradicional, aún centrado en la penetración y el placer masculino. Este imperativo falocéntrico deja fuera otras formas de placer —como la estimulación clitoriana o el erotismo sin penetración—, mientras que muchas mujeres reportan haber fingido orgasmos, no por disfrute, sino como forma de encajar en un guion sexual que no contempla su deseo real”.
Para ella el orgasmo es un buen punto, pero no el único punto del guion sexual. “El foco excesivo en el orgasmo puede generar ansiedad sexual y frustración en la pareja. Paradójicamente, priorizar el clímax a toda costa puede alejarnos del clímax”.
Francesca Gnecchi es la autora del libro “El camino del sexo: Un viaje para redescubrir el cuerpo, nuestro deseo y disfrutar en libertad”, de Ediciones B, y apunta: “Vivimos en una sociedad que nos empuja a funcionar como máquinas. Todo debe servir a un sistema que exige productividad. Terminamos viviendo nuestra sexualidad también desde ese lugar mecánico, funcional, presionado”.

“Sentimos que tenemos que tener una erección, tener sexo, sentir deseo, llegar al orgasmo, eyacular, probar nuevas prácticas. La presión del “tener que” nos lleva a repetir guiones preestablecidos sin detenernos a pensar: ¿Es esta la sexualidad que realmente quiero vivir? ¿O es la que me fue imponiendo la cultura y la sociedad?”, se pregunta.
Y responde: “Una de las mayores presiones que recibimos es la de llegar al orgasmo. Y muchas veces creemos que si no hay orgasmo, no hay disfrute. Pero es todo lo contrario: cuando el orgasmo se convierte en una obligación, la sexualidad se llena de ansiedad, de mandatos, de frustración”.
Ella recomienda disfrutar, sin esperar que el orgasmo se convierta en un aprobado. “Cuanto más nos obsesionamos con alcanzarlo, menos lo disfrutamos —subraya—. El cuerpo se tensa, la mente se anticipa, y el placer se escapa del presente. Nos desconectamos del “aquí y ahora” del encuentro, del vínculo y del recorrido”.
El día del orgasmo puede ser todos los días, un día o ninguno. Pero la historia le negó el placer a las mujeres, las obligó a otorgarlo y las condenó por no demostrarlo. Ahora el placer es la búsqueda sin calificaciones.