El 28 de octubre de 2025, Río de Janeiro vivió una de las operaciones policiales más letales de su historia reciente. Cerca de 2.500 agentes de las policías Militar y Civil fueron movilizados en los complejos de la Penha y del Alemão, en la zona norte de la capital fluminense, en una acción a gran escala que resultó en la muerte de 121 personas.
Helicópteros blindados sobrevolaron las comunidades, vehículos blindados avanzaron por callejones estrechos y el ruido de los disparos resonó durante horas. El gobierno estatal, dirigido por Cláudio Castro, calificó la operación como una respuesta al “narcoterrorismo”, un término que no existe jurídicamente en el ordenamiento brasileño, pero que fue adoptado rápidamente por la prensa internacional.
En Brasil, los gobernadores controlan las policías estatales: la Militar, que actúa en las calles, y la Civil, que investiga los delitos. La Policía Federal y el Ejército dependen del gobierno federal y solo intervienen en situaciones excepcionales. Este detalle es clave para comprender el contexto: en momentos de crisis, los gobernadores suelen lanzar grandes operaciones para demostrar autoridad y desplazar la culpa por la inseguridad.
El gobernador Cláudio Castro, responsable de la acción, es aliado de Jair Bolsonaro y afiliado al PL, partido de extrema derecha. El uso de la palabra “narcoterrorismo” no es un detalle retórico. Es un encuadre político y simbólico que desplaza el debate sobre seguridad pública al terreno de la guerra e inserta a Brasil en la lógica estratégica de los Estados Unidos, donde el término fue creado. Al adoptar este lenguaje, el gobierno de Río introduce en el país una doctrina de seguridad que transforma el crimen en amenaza geopolítica y legitima el uso desproporcionado de la fuerza bajo el pretexto de restaurar el orden. El resultado inmediato fue una tragedia humanitaria, pero los efectos a largo plazo son aún más profundos: la naturalización de la violencia de Estado y la conversión de la seguridad en espectáculo mediático.
El episodio marcó el punto culminante de una operación psicológica cuidadosamente calibrada para fabricar la sensación de colapso de la seguridad pública y, con ello, legitimar una agenda geopolítica que no nace en Brasil. Mientras el gobierno estatal proyectaba imágenes de fuerza y mando, se consolidaba una narrativa de caos y descontrol, útil tanto para el consumo interno como para la opinión pública internacional. El Estado se presenta como víctima de un enemigo invisible y poderoso, y cada cuerpo caído se convierte en prueba de la necesidad de ampliar los mecanismos de represión.
La operación de esta semana no fue solo una respuesta policial a un problema de seguridad. Fue un acto político de desestabilización. El objetivo real no es el crimen, sino el gobierno federal y la soberanía nacional. En un contexto en el que el Partido Liberal, al que pertenecen Castro y Jair Bolsonaro, intenta mantener protagonismo electoral en el estado, la fabricación del caos cumple una función estratégica. Al promover el miedo y la sensación de inseguridad, se crea un terreno fértil para discursos de fuerza, moralidad y autoritarismo. El bolsonarismo, que ha perdido espacio en el escenario nacional, encuentra en la “guerra contra el crimen” el combustible para su supervivencia política.
Este uso político de la violencia va acompañado de un cálculo electoral preciso. Con las elecciones municipales y, posteriormente, las estatales en el horizonte, la extrema derecha busca un eje de movilización capaz de reposicionar a sus cuadros y ocupar el debate público. Al transformar Río en vitrina de una guerra interna, Cláudio Castro no se dirige solo a los fluminenses, sino a un público nacional que aún asocia seguridad y fuerza con liderazgo. El caos se convierte en un activo político. La imagen de autoridad, construida sobre la sangre de civiles, se convierte en capital electoral. El miedo es moneda de cambio.
Internamente, el discurso cumple funciones bien definidas. Disfraza la incompetencia administrativa del Estado, desviando la atención de las crisis fiscal y social que continúan erosionando los servicios públicos. Rearticula el campo bolsonarista en torno a una bandera moral, sustituyendo la agenda económica y religiosa por el discurso de la “ley y el orden”. Y además obliga al gobierno federal a reaccionar dentro de esa lógica, desplazando el centro del debate político de la agenda social al terreno de la represión. El caos no es accidente, es método.
Esta lógica del espectáculo no surge de la nada. Desde la década de 1980, Río de Janeiro ha sido transformado en un laboratorio de políticas de confrontación que combinan represión, medios de comunicación y control simbólico de las poblaciones periféricas. La operación de 2025 representa el punto máximo de esa fusión entre política, estética y violencia. Cada helicóptero en escena, cada rueda de prensa con el gobernador flanqueado por fuerzas de élite, cada titular internacional sobre el “narcoterrorismo” refuerza una dramaturgia cuidadosamente planificada. La guerra está escenificada para ser vista.
En el campo informativo, no hay improvisación. La sincronización entre la acción militar, la adopción del término “narcoterrorismo” y su repercusión inmediata en agencias internacionales sigue el guion clásico de las guerras híbridas. Se crea el caos, se nombra al enemigo, se internacionaliza el conflicto y se exige legitimidad para medidas excepcionales. Brasil aparece entonces como un país que ha perdido el control de su territorio, abriendo camino a la injerencia externa. El lenguaje precede a la política, y el dominio de las palabras se convierte en dominio del territorio.
Desde esta perspectiva, la retórica de Cláudio Castro sirve no solo al bolsonarismo local, sino también a intereses externos. Al importar el léxico del “narcoterrorismo”, el gobierno fluminense se alinea con una estrategia más amplia de seguridad hemisférica que reactiva la antigua Doctrina Monroe, ahora bajo el disfraz de “cooperación antiterrorista”. Se trata de un movimiento sutil, pero eficaz, de reaproximación con la política de seguridad de los Estados Unidos, que históricamente ha utilizado la narrativa del narcotráfico para justificar intervenciones en América Latina. Cuando una autoridad brasileña llama “narcoterroristas” a las facciones criminales, introduce al país en una categoría geopolítica peligrosa: la de territorio inestable, susceptible de tutela extranjera.
La consecuencia inmediata de este encuadre es la erosión de la soberanía. Una vez asociada a la guerra global contra el terrorismo, la política de seguridad brasileña se vuelve vulnerable a presiones externas y condicionamientos diplomáticos. Bajo la lógica de la “amenaza hemisférica”, Brasil se ve obligado a aceptar programas de cooperación, espionaje e inteligencia bajo supervisión internacional. La operación en Río, por lo tanto, no solo elimina vidas, sino que también debilita la autonomía nacional al legitimar la presencia de agendas externas en el ámbito de la seguridad pública.
Mientras tanto, lo que se observa en las favelas es el resultado concreto de esta política. Escuelas y centros de salud cerrados, transporte interrumpido, vecinos aterrorizados, cuerpos apilados en las calles. La operación que prometía devolver la paz sumergió a las comunidades en un clima de guerra permanente. Y, como en otros episodios similares, las víctimas son en su mayoría jóvenes negros y pobres. El discurso del orden sirve de fachada a una política eugenésica y selectiva que decide quién debe morir para que el Estado parezca fuerte.
La guerra urbana en Río de Janeiro, vendida como acción contra el crimen, es en realidad un mecanismo de control social y un proyecto de poder. Al sustituir la política pública por operaciones militares, el Estado renuncia a su función protectora y convierte el territorio en un campo de demostración de fuerza. El espectáculo de la guerra cumple así una doble función: consolida narrativas autoritarias en el plano interno y debilita la soberanía nacional en el plano externo.
Lo que Brasil presenció esta semana no fue solo una operación policial. Fue una escenificación del poder. Un intento de imponer el miedo como forma de gobierno y de normalizar la excepción como política. El verdadero objetivo no es el narcotráfico, sino la democracia. El enemigo no es el crimen, sino el pueblo. Y cuando el miedo se institucionaliza como método, el país deja de ser gobernado por leyes y pasa a ser regido por el espectáculo.

 
                                    