La reiterada disposición del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a dialogar con Venezuela (manifestada tres veces en 48 horas) marca un giro relevante dentro de la arquitectura de presiones y señales que caracterizan su política hemisférica.
La frase “I’m open to talk”, dicha públicamente y en presencia de Marco Rubio, refleja un desajuste dentro del propio bloque que ha promovido una línea dura hacia Caracas, incluso durante su primer gobierno (2017-2021).
El mensaje coincide con la advertencia que Nicolás Maduro lanzó un día antes sobre sectores de poder en Estados Unidos que, según afirmó, intentan “destruir” a Trump o empujarlo hacia un conflicto injustificado.
El respaldo del enviado especial Richard Grenell —quien sostuvo que hablar con Maduro “no es una posición débil”— confirma que existe un espacio real de recalibración dentro del gobierno estadounidense.
Este movimiento ocurre mientras la narrativa del “conflicto antidrogas” de Washington se desplaza hacia Colombia y México. Las recientes declaraciones de Trump sobre un “Mexico problem”, seguidas de protestas atípicas y de pronunciamientos que evocan escenarios de intervenciones condicionadas, han generado preocupación en la región.
La respuesta de Claudia Sheinbaum, afirmando que México no solicitará asistencia militar extranjera, se alinea con la postura venezolana de rechazo a cualquier forma de injerencia. Para ambos países, la prioridad estratégica parece ser impedir que la agenda de seguridad estadounidense se convierta en un nuevo vector de presión geopolítica en el continente.

