Durante más de veinte años, Bolivia fue una referencia continental y un caso excepcional en la región.
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De la mano de la izquierda, se reconstruyó el aparato estatal, se recuperaron los recursos naturales, se redujo la pobreza y se levantó la voz de los sectores históricamente excluidos.
Bajo un liderazgo que articulaba la fuerza de los movimientos sociales y la voluntad popular, el país supo caminar con dignidad y convertirse en ejemplo de soberanía y autodeterminación.
Sin embargo, hoy nos encontramos en la antesala de una segunda vuelta electoral inédita, donde, por primera vez, dos opciones conservadoras se disputarán la presidencia del Estado Plurinacional.
No ganó la derecha: nosotros mismos la dejamos entrar. Nos destruimos desde adentro. Y hay que decirlo con claridad, con nombre y apellido, y sin miedo.
El desastre que hoy enfrenta la izquierda boliviana no es producto del azar ni de una coyuntura desfavorable. Es el resultado directo de una serie de decisiones equivocadas, de cálculos personales, de egos inflados y de una alarmante incapacidad para escuchar lo que el pueblo viene diciendo desde hace tres años.
Se creyó que el MAS podía sostenerse únicamente por su pasado glorioso, como si la memoria fuera una póliza de seguro eterna. Se asumió que volver a repetir los discursos de 2006 bastaría para interpelar a las nuevas generaciones que nacieron y crecieron bajo gobiernos progresistas y que demandaban otra lógica, otra forma de hacer política.
Evo Morales, cuya lucha histórica nadie puede desconocer, terminó convirtiendo su liderazgo en un instrumento de división. En lugar de apostar por la unidad y la renovación, optó por disciplinar, vetar y señalar. El llamado al voto nulo, más que una postura crítica, se convirtió en la bisagra para la derrota. Fue, en los hechos, un llamado a fracturar el campo popular. Y en esa fractura, fue la derecha —que no movió un solo dedo para construir una propuesta programática seria— la que se sentó a esperar cómodamente los resultados de nuestra propia torpeza.
Luis Arce, que tuvo la posibilidad histórica de reconducir el proceso y abrir una nueva etapa, desperdició esa oportunidad rodeándose de figuras autoritarias, arrogantes y totalmente alejadas del sentir popular. El caso más emblemático es el de Eduardo del Castillo, símbolo negativo, o “chico malo” del Estado. Nombrarlo candidato fue un acto incomprensible, una provocación innecesaria a un pueblo que no olvida su accionar represivo por el cargo que detentaba. Sánchez de Lozada, incluso en su lógica neoliberal, tuvo el mínimo sentido político de no impulsar a Sánchez Berzaín como sucesor; Arce no tuvo esa lucidez.
Andrónico Rodríguez, que pudo convertirse en el puente intergeneracional que el proceso necesitaba, se quedó atrapado en la indecisión. Entre los libros y las calles, eligió hablar para un público cada vez más pequeño, repitiendo consignas sin construir estrategia, más preocupado por su imagen que por el mandato histórico que tenía sobre los hombros. No entendió que la política requiere decisión, firmeza y capacidad de conducción colectiva. Prefirió navegar entre dos aguas, no perder a nadie… y al final, perdió a todos.
Pero esta historia no estaría completa si no se mencionara a Grover García. Asumió la presidencia del MAS prometiendo renovación y lo único que hizo fue abrir las puertas a sectores de derecha que venían esperando una oportunidad para infiltrarse. No defendió ni la democracia interna ni el vínculo original con las bases. Se convirtió en un oportunista, se olvidó de consultar a los movimientos sociales y terminó transformando el instrumento en una plataforma funcional a intereses personales. Fue nefasto para el nuevo MAS, que se quedó sin el liderazgo de Evo, sin la conducción de una nueva generación y sin una estructura orgánica real.
Y mientras eso ocurría, las organizaciones sociales que levantaron el proceso de cambio fueron dejadas de lado. En sus bases, todavía había una lealtad firme hacia Evo Morales. Sin embargo, ante la falta de conducción, terminaron fragmentadas. Unos optaron por seguir el llamado al voto nulo; otros, cansados de los enfrentamientos, votaron por Rodrigo Paz creyendo que era la “menos mala” de las alternativas. Sólo los dirigentes más alejados de la realidad se permitieron cerrar los ojos y continuar hablando en nombre de un “pueblo” al que no escuchaban hace mucho tiempo.
Porque hay que decirlo también con toda crudeza: muchos de los dirigentes sociales se convirtieron en líderes sólo de nombre. Tuvieron legitimidad alguna vez, pero la perdieron cuando comenzaron a negociar avales, cargos y prebendas a espaldas de sus bases. Pasaron de ser voceros del pueblo a intermediarios del poder, preocupados únicamente su riqueza personal, asegurando ministerios, direcciones y puestos bien remunerados como si fueran oficinas de empleo. Dejaron de lado la esencia del proceso para convertirse en administradores de pequeñas cuotas de poder, sin mística, sin proyecto y sin decisión.
Y si hablamos de traiciones, es imposible no mencionar una vez más a Juan Carlos Huarachi, secretario ejecutivo de la Central Obrera Boliviana. Ya lo hizo en 2019 y lo volvió a hacer ahora: se adueñó de la COB, vació su sentido histórico de clase y negoció todo lo que pudo en nombre de los mineros, fabriles, maestros y todos los sectores que supuestamente representa. Fue un operador político funcional al gobierno de turno, jamás un defensor del interés colectivo. Los trabajadores no lo eligieron para entregar sus luchas al mejor postor, pero él lo hizo de todos modos.
A todo esto, se suman los asesores de uno y otro bando, que lejos de aportar a la unidad, profundizaron las divisiones. Durante meses se dedicaron a instalar rumores, alimentar enfrentamientos y operar en favor de su facción. Y ahora, ante el desastre electoral, han saltado la tranquera. Se esconden. No quieren hacerse responsables. Buscan nuevo refugio. Se muestran sorprendidos, como si no hubieran sido ellos mismos los que empujaron al MAS al borde del abismo.
Mientras tanto, la derecha prepara su ofensiva. No lo oculta, lo dice abiertamente: irá por Evo, por Lucho, por Andrónico y por todos los actores del proceso de cambio. Buscará encarcelarlos, desmontar las empresas estatales, revertir cada logro alcanzado en veinte años y aplastar todo vestigio de organización popular. Y lo peor es que lo hará utilizando los huecos que nosotros mismos dejamos al abrirnos heridas internas que no quisimos cerrar.
Sin embargo, todavía estamos a tiempo de reaccionar. Lo primero es asumir que hemos sido responsables de esta derrota, que la izquierda perdió por sus propias contradicciones. No es un enemigo externo el que nos venció; fuimos nosotros quienes abandonamos a nuestra propia gente. Y es precisamente desde ese reconocimiento doloroso que podemos comenzar a reconstruirnos. Porque en democracia las derrotas no son definitivas si se convierten en aprendizaje.
Evo Morales tiene que preguntarse —con honestidad histórica— si valía la pena dividir el voto popular para tratar de recuperar un control absoluto sobre el instrumento político.
Luis Arce debe entender que la gestión pública no reemplaza a la conducción política y que el liderazgo requiere apertura, no encierro.
Andrónico necesita decidir si quiere ser un actor protagonista o una figura testimonial. Eduardo del Castillo debe dar un paso al costado y aceptar que su presencia no suma, sino que hiere.
Grover García tiene que asumir que su gestión fue un fracaso y dejar el espacio a una dirigencia verdaderamente comprometida con las bases y no seguir con el negocio rentable personal dentro el MAS.
Y los dirigentes sociales deben jubilarse o regresar a sus organizaciones, escuchar de verdad a sus afiliados y devolver el poder a quienes lo construyen día a día.
Tenemos que recuperar la humildad, volver a las asambleas, a las bases, a los barrios, a las comunidades. Sólo allí se podrá reencontrar la esencia del proceso de cambio. No se trata de inventar un nuevo discurso, sino de volver a mirar de frente al pueblo y preguntarle qué necesita, qué sueña, qué le duele. Y a partir de eso, construir una nueva unidad, sin caudillismos, sin mesianismos, sin imposiciones.
Nos toca pasar a la oposición, sí. Pero puede ser una oposición digna, movilizada, crítica, activa, que se prepare para volver por la vía democrática, con una propuesta renovada, con liderazgos colectivos, con una estructura orgánica capaz de debatir, decidir y actuar en función del bien común. No es tiempo de llantos ni de nostalgias; es tiempo de autocrítica y organización.
Hemos perdido y duele. Pero esta derrota puede ser el origen de una nueva fuerza popular, si somos capaces de aprender y mirar hacia adelante. Porque la historia del pueblo boliviano no se reduce a este momento. Hemos enfrentado dictaduras, golpes de Estado, privatizaciones, represiones y derrotas aún más duras. Y siempre hemos vuelto. La pregunta es si ahora estamos dispuestos a hacerlo sin repetir los mismos errores.
La verdadera victoria no será volver al gobierno; será reconstruir un proyecto colectivo verdadero, capaz de volver a enamorar a la gente, de abrir caminos de esperanza y de demostrar que la izquierda no está condenada a la fragmentación, sino destinada a servir con honestidad a su pueblo.
Hasta la victoria siempre. Volveremos.

Por Marco Santiváñez Soria, Periodista