Wilmer José Vega Sandía camina de nuevo por su tierra, pero su mirada sigue marcada por meses de oscuridad y encierro. Hoy, sentado frente a este reportero y con los gestos enérgicos de quien ha luchado con el alma, comparte su historia: un drama que trasciende la migración y desnuda las grietas profundas de la región, la política y la dignidad humana.
Síguenos en nuestro canal de telegram para mantenerte informado
La vida de Wilmer cambió irrevocablemente por una decisión motivada no por deseos de aventura ni ambiciones desmedidas, sino por el dolor y la necesidad. “Migré por mi mamá. Está enferma de cáncer y soy su único hijo. La operamos y se ha hecho todo, pero la economía no alcanza, sobre todo por las medicinas”, cuenta, con la voz aún agitada por el recuerdo. Dejó en Venezuela también a su hijo y a su padrastro, víctima este último de un accidente cerebrovascular. “El empuje fue tratar de darles tranquilidad, que mi mamá estuviera bien”.
Con documentos en regla, Wilmer permaneció cinco meses en territorio estadounidense. Sin antecedentes penales, no había razón para temer una deportación. “No tengo ningún delito en Venezuela ni en Estados Unidos, ni una detención anterior. Siempre he trabajado honestamente”, insiste.
Lee más de: Venezuela exige a EE.UU. devolver a todos los niños retenidos en ese país
En diciembre de 2023, Wilmer fue detenido por las autoridades migratorias. El sistema estadounidense, afirma, le ofreció voluntariamente la salida: “El juez me aprobó la salida al país que yo eligiera, porque no tenía ningún problema, pero nunca me enviaron el papel para comprar el boleto”. Lo que debía cerrarse burocráticamente se convirtió en una pesadilla: fue trasladado a El Salvador.

Comienza aquí el relato de infierno. “Apenas llegamos, nos dijeron que duraríamos entre 30 y 90 años presos. Decían que éramos miembros activos del Tren de Aragua. No sabíamos de qué nos hablaban. Yo nunca he pasado por El Salvador ni conocía el país. Nos acusaron sin pruebas, sin jamás presentarnos ante un fiscal o un juez, ni ser atendidos por un abogado. Nuestro único delito era ser venezolanos”.
Solo vimos la luz del sol dos veces
El relato sobre la detención en la cárcel salvadoreña, ubicada en un módulo de máxima seguridad, hiela la sangre: “En cuatro meses y dos días solo vi la luz del sol dos veces. Las celdas eran oscuras, sin ventilación, con conductos en el piso por donde brotaban malos olores. Tomábamos agua del mismo tanque donde nos bañábamos”. El baño era un lujo: “Solo una vez cada 24 horas. Yo hacía ejercicio para drenar el estrés, pero si sudaba no podía bañarme. El director me decía: ‘ese es tu problema’. Muchos muchachos agarraron hongos por no poder higienizarse”. La comida, narra, era tan impresentable que “ni mis dos perritos la comerían”.
Las condiciones físicas, sin embargo, eran apenas la antesala de una tortura mucho más profunda: el daño psicológico. “Todavía despierto y no estoy seguro de dónde estoy. Pienso que sigo preso. Me costó aceptar que estaba libre”. El régimen de encierro y hostigamiento era constante: “Dormíamos dos horas por noche. Golpeaban los barrotes toda la noche para que no descansáramos. Buscaban quebrarnos la cabeza”.
Wilmer Vega: «Nos rebelamos contra el abuso»
La organización y la resistencia resultaron ser un acto de supervivencia. “Éramos 19 hombres, venezolanos. Nos turnábamos las tareas de limpieza. A pesar de la miseria, nos afeitábamos con abrazaderas de los tubos, o depilábamos con hilos de los colchones. Un preso inventa todo”. También hubo rebeliones. Relata Wilmer dos grandes motines: “Nos rebelamos contra el abuso. A uno de nosotros lo golpearon al punto de casi matarlo. Le echaron gas pimienta, convulsionó. Nosotros respondimos como pudimos, lanzando agua de los tanques. Duramos 70 horas sin comer ni tomar agua. Otros muchachos abrieron candados y salimos de la celda, pero nos recibieron con plomo”. Los guardias les decían, directa y cruelmente: “A mí nada me cuesta matarlos y tirarlos a una fosa común. Aquí hay condenados a 800 años, nadie los busca”.
Wilmer sostiene que él y sus compañeros fueron rehenes de una negociación política entre gobiernos. “Sentíamos que éramos fichas en una represalia contra Venezuela. Nos señalaron sin prueba alguna. Fuimos presos políticos, una carnada para presionar al gobierno venezolano”. Condena también lo que percibe como una traición de la oposición radical venezolana: “María Corina Machado, que lideraba esa línea, decía que estaba de acuerdo con que nos dejaran presos allá para congraciarse con otros países. Eso es una traición. Somos venezolanos, padres de familia”.
El daño es tangible y aún supura. “Hubo días que caí en depresión, 20 días sin comer ni bañarme. Perdí más de 14 kilos. Llegué a pensar en dejarme morir. Pero la fe fue mi única fortaleza. Mi esposa, mi madre, mi hijo, ellos me dieron fuerzas para resistir”.
La solidaridad, pese al dolor, no faltó. Wilmer expresó que: “Me convertí en figura paternal para los más jóvenes, los protegía, evitaba peleas. La limpieza y el respeto nos mantuvo cuerdos y, en parte, sanos. Nuestra bandera venezolana la hicimos con retazos y pintura de pastillas de tuberculosis. Los guardias la pisotearon frente a nosotros, buscaron humillarnos, pero nunca doblegaron nuestro espíritu”.
Al ser consultado sobre el futuro, Wilmer vacila. “No sé si volvería a migrar. Lo pensaré mucho. Me gustaría trabajar en lo mío, recuperar mi autobús y quedarme en Venezuela si hay oportunidades. Este calvario me cambió. Salí siendo mejor hijo, padre, esposo”.
El mensaje final de Wilmer, marcado por el dolor, la fe y la resiliencia es claro: “Agradecido con Dios y con quienes lucharon por sacarnos de ese infierno. Con lo que viví, espero que nadie más tenga que pasar por algo así solo por buscar una vida digna. Si tienes la oportunidad, quédate en Venezuela. Afuera siempre serás un inmigrante y, como yo, puedes convertirte en un rehén de la política internacional”.
