El 2 de septiembre, un ataque aéreo estadounidense destruyó una lancha en el Caribe con presuntos narcotraficantes a bordo. Lo que siguió fue aún más grave: un segundo ataque, ordenado tras detectar a dos sobrevivientes aferrados a los restos, los mató. Desde entonces, la administración Trump ha desplegado una estrategia discursiva que busca eludir responsabilidades directas, mientras crece el malestar en las Fuerzas Armadas y se intensifica la presión internacional.
La maniobra discursiva: solidaridad con el chivo expiatorio
Tanto el presidente Donald Trump como su secretario de Defensa, Pete Hegseth, han intentado distanciarse del segundo ataque. Trump declaró que “no hubiera querido que se produjera” y que confía en que Hegseth “no ordenó la muerte de esos dos hombres”. Sin embargo, la portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, confirmó que Hegseth sí autorizó al vicealmirante Frank Bradley a ejecutar ambos ataques.
En redes sociales, Hegseth ha elogiado a Bradley como “un patriota que cumplió su deber”, pero al mismo tiempo ha sugerido que la decisión final fue “táctica y operativa”, es decir, responsabilidad del almirante. Esta narrativa —solidaridad retórica combinada con delegación de culpa— configura un patrón clásico de externalización de responsabilidad: se protege la imagen política mientras se aísla al ejecutor como eventual chivo expiatorio.
Malestar en las filas: “nos usan y luego nos dejan solos”
Fuentes cercanas al Pentágono han filtrado que altos mandos militares están indignados. Se sienten utilizados para llevar a cabo operaciones de dudosa legalidad, solo para ser abandonados cuando surgen investigaciones por crímenes de guerra. El caso del almirante Bradley ha encendido alarmas: si él cae solo, ¿quién será el próximo?
Este malestar no es menor. Afecta el espíritu de cuerpo, la confianza en la cadena de mando y la disposición a ejecutar órdenes en futuras operaciones. La percepción de que los civiles al mando se lavan las manos mientras los uniformados enfrentan las consecuencias legales podría tener efectos duraderos en la moral militar.
Investigación bipartidista con veteranos al frente
El Congreso ha reaccionado con rapidez. La investigación sobre el segundo ataque está siendo impulsada por legisladores de ambos partidos, varios de ellos militares retirados. El senador demócrata Tim Kaine ha sugerido que el hecho podría constituir un crimen de guerra, mientras que el republicano Roger Wicker ha exigido acceso a todos los registros audiovisuales de la operación.
Esta convergencia bipartidista no es común en tiempos de polarización, lo que subraya la gravedad del caso y su potencial para redefinir los límites del uso de la fuerza militar en operaciones antinarcóticos.
Ejecuciones extrajudiciales, según la ONU y HRW
Tanto la ONU como Human Rights Watch han calificado los ataques —incluyendo el primero— como ejecuciones extrajudiciales. Según el derecho internacional, el uso letal de la fuerza solo es legítimo si hay una amenaza inminente para la vida. En estos casos, no se ha presentado evidencia de tal amenaza.
La ONU ha sido clara:
“Ninguna de las personas a bordo parecía representar una amenaza inminente que justificara el uso de fuerza letal”.
Conclusión: toda la cadena de mando bajo riesgo
Independientemente de si las víctimas murieron en el primer o segundo bombardeo, el patrón es el mismo: ataques letales sin debido proceso, fuera de un conflicto armado declarado. El costo político ya es evidente, tanto en la opinión pública como en el seno de las Fuerzas Armadas. Y el costo jurídico podría ser aún mayor.
Todo indica que la cadena de mando completa —desde el operador del dron hasta el presidente— podría ser objeto de investigaciones por crímenes de guerra, tanto en tribunales estadounidenses como internacionales.
Por: UnleashDracarys

